De
un tiempo a esta parte -bastante tiempo, en realidad-, leer una novela de John Grisham equivale, al menos para mí, a pedir el plato del día en un restaurante,
en lugar de mirar la carta: quedas satisfecho, no te decepciona, pero tampoco
dices joder, qué a gusto me he quedado.
Pues
con las novelas de Grisham es lo mismo. El hombre controla el aspecto técnico,
sabe como escribir y desarrolla unas tramas que te enganchan y te hacen querer
saber cómo acaba la cosa (en general te lo supones, pero de vez en cuando, como
es el caso, hay alguna sorpresa que otra); pero no tienes la impresión de haber
leído una obra maestra como las que fabricaba al principio (con La tapadera
y Tiempo de matar en cabeza de la lista).
Por
otra parte, en las dos últimas novelas suyas que he leído -esta y El soborno (con la que comparte una traducción del título que podríamos llamar pintoresca, porque traducir Camino Island por El caso Fitzgerald es, además de tomarse libertades, desvelar la trama antes de empezar siquiera a leer-, los
protagonistas principales son mujeres y, aunque la historia tiene que ver,
aunque tangencialmente, con el Derecho (si hay delito, el Derecho interviene),
no son lo que podríamos llamar propiamente thrillers jurídicos.
Resumiendo.
¿Cumple? Sí. ¿Pasara a la historia? No creo.
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!
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