Una
de las razones históricas del fracaso de la Segunda República (sobre nacer
ilegal e ilegítimamente, pero sobre eso no voy a escribir hoy) fue porque se
erigió contra media España. Reclamándose democrática,
era contraria a la Iglesia, al cristianismo, a la derecha, a los monárquicos y,
en la práctica –en aquel entonces, se sabía que las órdenes que seguían los
partidos de izquierdas venían de Moscú y las daba un ex seminarista georgiano-,
contra todo aquel que se opusiera al poder (al poder de izquierdas).
Los
que se proclaman herederos espirituales
de aquel dislate parecen decididos a repetir los mismos crímenes que sus
predecesores. Ya hace un cuarto de siglo excluían del llamado bloque constitucional a las formaciones
políticas que no les bailaban el agua. Ahora, cualquiera que disiente
mínimamente de cualquiera de sus afirmaciones es tachado de fascista,
ultraderechista, franquista, machista o varias de esas cosas a la vez.
Y
si eres un ciudadano de a pie, que va con la bandera de España por la calle
Ferraz de Madrid, se detiene frente a su número 70 y gritas ¡Viva España!, lo que ocurre es que la policía te detiene.
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