Dice el refrán (o la cita erudita, que no lo sé) que, a quien los dioses quieren destruir, primero le vuelven loco.
Pocas cosas hay que enloquezcan más que el
poder. Ya lo dijo lord Acton: el poder tiende a corromper, pero el poder
absoluto corrompe absolutamente. España es, sobre el papel, un régimen democrático
en el que existe separación de poderes. En la práctica es una partitocracia -en
la que ningún partido, con la posible excepción de los Clicks Unidos de
Playmobil, cumple el mandato constitucional de tener una estructura y
funcionamiento interno democráticos- en la que un partido gobernante se ha
dedicado a ir eliminando todos los contrapoderes, y el otro no se ha molestado
en restaurarlos.
Y así van las cosas, que cada presidente que
ha habido y ha durado más de cuatro años se ha endiosado y ha tendido a creer
que podía hacer lo que quisiera y -en el caso del psicópata de la Moncloa- la
cosa sería para siempre (o, al menos para muchísimo tiempo). Así que se dedican
a hacer y deshacer como si todo, como dijo el Caudillo, estuviera atado y bien
atado.
Pero el hombre propone y Dios dispone; o,
como dijo John Lennon, la vida es eso que te pasa mientras estás ocupado
haciendo planes. Y así, el jefe de la Organización Mundial del Turismo que apadrinó
a la pareja del psicópata de la Moncloa, y que recibió de regalo para su
organización el Palacio de Congresos de Madrid -previa reforma, porque estaba
hecho unos zorros- perdió el apoyo hasta de su propio país de cara a la
renovación de la poltrona.
Qué inoportuno, oye.