Decía
hace dos días (y hace dos años también) que el caso de los islamistas radicales
en Occidente (y en Europa en concreto) es parecido al que Méjico tuvo hace casi
dos siglos con Tejas. Sin embargo, la misma noche en que publiqué (por segunda
vez) la entrada, a punto de dormirme (es cuando me suelen venir las mejores
ideas, cuando dejo vagar libremente los pensamientos) tuve una revelación (por
así decirlo): no es como el caso de Davy Crockett y compañía, sino más bien
como el de los bárbaros y el Imperio Romano.
Por
indolencia, por comodidad, por pereza, por lo que sea, el hecho es que hemos
permitido que el enemigo –puesto que eso es lo que son, y no me cansaré de
repetirlo- se instale dentro de nuestras fronteras. Y no acomodándose a
nuestras costumbres, sino conservando las suyas propias, costumbres que, en un
alarde de estulticia suicida, algunos proclaman que hay que respetar como una
muestra de tolerancia. Perdón por el
símil, pero es como si a la víctima de una violación (o de cualquier otra
agresión, para no correr el riesgo de herir sensibilidades) se le pide
tolerancia con su agresor. Un poco fuerte la comparación, quizá, pero así es
como veo la cuestión.
No
lo ven así los de la extrema izquierda, cuya aversión a ese Occidente en el que
tan bien (y también) viven corre pareja a la de los fanáticos de la media luna.
Son esos que hablan de atropello para
no decir atentado, o que consideran
que se trata de terrorismo fascista fruto del capitalismo, o que no acaban de implicarse en los pactos antiterroristas,
o que piden comprensión para con los
terroristas. Quizá piensen que los asesinos pueden ayudarlos en su asalto al cielo, como el cursi de la
coleta llama a alcanzar el poder, para luego desecharlos; quizá piensen aquello
de que el enemigo de mi enemigo es mi
amigo. Nada más lejos de la realidad: para los islamistas (y con este
nombre no me refiero a los musulmanes en general, sino a los radicales de entre
ellos… aunque el Islam parece ser, de las tres grandes religiones monoteístas,
la más proclive a una interpretación radical, al menos en nuestros días), todo
los que no piensen como ellos son infieles,
y por lo tanto no tienen más alternativa que convertirse o morir.
Por
lo tanto, la manera correcta de tratar con estos asesinos es la que se ha
aplicado en Cambrills: se les da el alto
y, si no se detienen, se les apiola convenientemente. O, por citar a Tolkien,
se les mata, se les mata muertos, si ustedes me entienden.
Para
terminar, dos cosas: está muy bien gritar eso de no tenemos miedo, aunque sea una mentira más grande que la Sagrada
Familia, porque a esta gente hay que temerla (y la tememos), aunque nunca
debemos permitir que ese temor nos domine; y tenemos que ganarles, no porque seamos mejores (que lo somos), como he leído en un editorial, sino porque no
nos queda otra alternativa. O les ganamos, o estamos muertos.
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!
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