Junto
con el juicio al golpe de Estado en Cataluña (la serie del proceso al proceso), la exhumación (o no) de los restos mortales de
quien fuera Jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos durante casi cuatro
décadas me está dando material para varias entradas. Tanto material que, a
veces, cuando me toca escribir de alguna incidencia ya se han producido otras y
tengo que amontonarlas. No será el caso hoy.
Como
he reconocido de palabra a algunos conocidos, es cierto que, semánticamente
hablando, Franco no tenía derecho a
reposar en el Valle de los Caídos, puesto que para ello debería haber caído
durante la Guerra Civil… con lo que entonces probablemente no se habría erigido
el monumento, con lo que no habría lugar a esta discusión.
Pero
el hecho es que se erigió, murió y fue enterrado allí. Y lleva enterrado
cuarenta años (largos). Y desde entonces nadie, salvo algún que otro
antifranquista retroactivo (me voy a hacer antirromano, ahora que la cosa no
tiene peligro: a lo mejor me saco unas pesetillas reclamando a ya veremos
quién), se había preocupado del tema.
Nadie,
hasta que llegó Sin vocales al poder
y decidió echar gasolina a la hoguera. Porque no se ha dado cuenta (lo que es
malo), o no le importa (lo que es peor), de que, si con todo este asunto está
inflamando a sus cohortes, también está caldeando los ánimos de los de enfrente
(si había pocos antifranquistas, menos aún eran los franquistas). Y los fuegos
se sabe cómo y cuándo se inician, pero nadie puede predecir cómo acabarán y qué
consecuencias tendrán. Ni siquiera el pirómano.
Y,
mientras, un juzgado de Madrid ha paralizado la licencia urbanística que el
ayuntamiento de San Lorenzo de El Escorial concedió para poder llevar a cabo la
exhumación. Se ve que a este juez, como aquellos de los que se quejaba Felipe González, nadie le ha dicho lo que tiene que hacer...
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