El
desarrollo del juicio a los golpistas catalanes está deparando momentos del
mayor surrealismo. Sabíamos que los cabecillas del asunto no es que fueran,
precisamente, un grupo de lumbreras. Sabíamos también que, a pesar de lo
anterior (o precisamente por ello), confiaban en –contraviniendo la afirmación
lincolniana de que es imposible engañar a todo el mundo siempre- mantener su
impostura frente a los españoles sin que la misma fuera descubierta. Lo que no
sabíamos es que ambas características –esa mezcla explosiva de estulticia y
soberbia- alcanzara los límites que alcanza.
Porque
durante el proceso (del golpe de estado) todos se mostraban muy seguros, muy
confiados y muy arrogantes. Pero en cuanto ha arrancado el proceso al proceso, ha sido una especie de maricón el último, sálvese el
que pueda y a ver quién mete la trola
más gorda. Desde ignorancias supinas a peligrosas lagunas de memoria, esto
ha sido un no parar.
Sin
embargo, creo que las declaraciones del que fuera jefe de la policía regional
en las fechas del golpe superan todo lo visto hasta ahora. No sólo ha declarado
que los miembros de la policía regional siempre se atuvieron a las órdenes de
jueces y fiscales, que no estaban implicados en el referéndum, que trataron de
impedirlo y que no tienen nada que ver con los políticos de los que dependían y
promovían un acto ilegal. Ha llegado
al extremo de afirmar que estaba dispuesto a esposar a Cocomocho si recibía orden judicial, y que incluso preparó un
dispositivo para detener a todos los miembros del gobierno regional golpista.
Lástima
que no le comunicaras esos planes a nadie, Pepeluí,
ni siquiera a tus subordinados, porque el
del corte capilar inefable se fugó con la ayuda, precisamente, de quienes se
supone que estaban a tus órdenes.
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