El Fútbol
Club Barcelona nunca me cayó simpático, pero de hace unos veinte años para acá,
ese sentimiento se transformó en franca antipatía y hasta en alegría por sus
desgracias: suelo decir que en ninguna temporada he disfrutado más que en
aquellas en las que los culerdos se clasificaban para jugar la sedicente Liga
de Campeones, pero eran eliminados en primera ronda y pasaban a jugar la Copa
de la Uefa… donde eran eliminados de nuevo. Dos veces en la misma temporada.
Esa opinión
del equipo como un todo también se particulariza en su directiva, su afición,
su cuerpo técnico y sus jugadores: ya sean formados en la cantera del equipo o
fichados a golpe de talonario, se opera en ellos un mecanismo psicológico que
no sé si llamar abducción o síndrome de Estocolmo, y con contadas excepciones
pasan a proferir las sandeces necionanistas
más ridículas con un convencimiento y una solemnidad dignas de encomio en otras
circunstancias.
Entre
las excepciones citadas se encuentra su antiguo capitán y defensa central,
Carlos Puyol. Un catalán de pura cepa que nunca dijo una palabra más alta que
otra y que jamás –a diferencia de otros con mejor fama, como el charnego-
criticó, ridiculizó, provocó o se mofó del eterno
rival. Un caballero en toda la extensión de la palabra, que tiene hasta el
mérito de haber vuelto atractiva a su pareja, que siempre me pareció un poco
sosaina.
Ya recibió
un aluvión de críticas cuando osó
llamar Manuela a su primogénita. Sin embargo, aquello no fue nada comparado con
la que le ha caído tras decir en un anuncio promocionando la liga española que es
español. Una verdad como un tempo que parece haber molestado, y mucho, a esa
jauría de hienas rebuznantes que el Farça
llama afición, y que le ha dedicado
una sarta de epítetos que van de payaso a
hijo de puta, pasando por traidor de mierda o desertor, deseándole lo peor en su vida a él y a toda su familia.
Visto
como se han puesto, cada vez me cae mejor el muchacho, oye…
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!
No hay comentarios:
Publicar un comentario