Si
hay un equipo en España que nunca ha dejado de ser el equipo del régimen, ese ha sido el Fútbol Club Barcelona (y no
el Real Madrid, como sus detractores suelen motejarle). Mientras el equipo
merengue estuvo década y media tras la Guerra Civil sin comerse un colín –bien
es cierto que luego recuperó el tiempo perdido, y con creces-, el equipo de la
Ciudad Condal (uno de ellos, para ser precisos), junto con el Athlétic de
Bilbao (y, en menor medida, el Atlético de Madrid) se dedicaban a copar las
competiciones nacionales.
Este
trato de favor del régimen no fue
algo esporádico, sino que se prolongó durante todo el franquismo: por ejemplo,
favoreciendo la recalificación de terrenos que permitió abonar el importe de la
construcción del (ya no tan) Campo Nuevo
donde actualmente juegan. Como en aquella época todavía eran agradecidos,
concedieron al Generalísimo la insignia de oro y brillantes del club… no en
una, sino en dos ocasiones.
Finalizado
el franquismo, y en una pendiente de politización imparable, se ha ido
identificando el Farça con Cataluña;
al menos, con esa Cataluña secesionista y antiespañola que no es mayoritaria,
pero sí mayoritariamente ruidosa. Y no ha sido contra la voluntad de la entidad
deportiva, sino más bien con su aquiescencia, consentimiento y, por qué no
decirlo, con su aliento. El resultado es que, frente al eslogan de que el Barcelona
es más que un club, aquellos a los
que esa politización nos molesta solemos apostillar …es un puticlub.
Prueba
de esa pèrdida de valores (valores de los que, por otra parte, tanto alardean
en la repetida entidad) es que, cuando su jugador estrella ha sido acusado (y
condenado) por delito fiscal, los directivos han presentado el proceso judicial
como una persecución contra el Barcelona en particular y contra Cataluña en
general. Y para ello no han dudado en comprometer a los empleados del club, e
incluso a niños.
Lo
dicho, una casa de lenocinio
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!
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