Los actores
americanos (léase, estadounidenses) tienen bastante claro que sólo son eso,
actores, y por eso mismo no se meten a opinar de aquellos temas que no
controlan o, en general, de temas ajenos a su profesión.
Los actores
españoles, por el contrario, opinan de todo lo humano, lo divino y lo
mediopensionista. Ellos son artistas,
son intelectuales, y eso les concede
patente de corso para opinar sobre todo aquello que se les cruce por el vacío
intracraneal. Da lo mismo que sean de figuras señeras de verdad o del último
mindundi, cuando les ponen una alcachofa
delante son incapaces de mantener cerrada la boca y vomitan todo un torrente de
sandeces.
Esto
es lo que ha ocurrido con Elena Anaya, una actora
de la que sería incapaz de citar ninguna película si no fuera porque acaba de
estrenar un producto de tanto calado intelectual como la última película de Zipi y Zape. En una entrevista publicada
en el dominical de un diario de gran tirada, como suele decirse (El Mundo, para ser precisos) despacha,
entre otras perlas, que considera nocivo
a Cristiano Ronaldo, que hizo un conjuro para que no marcara en la final de la Eurocopa y que se asustó cuando se lesionó.
Dejando
aparte que resulta de lo más oscurantista y retrógrado creer en conjuros, ¿a quién considera la señorita
Anaya un buen ejemplo? Quizá al
charnego Hernández, o al enano hormonado, o al director manchego con papeles en
Panamá, o a los hipócritas judeófobos y antiamericanos que se mean por actuar
en Jolibú y que tienen a sus hijos en
un hospital de propiedad judía.
Eso,
dejando aparte que el de Madeira prefiere, por lo que parece, seguir el mandato
evangélico y realizar sus buenas acciones sin dar tres cuartos al pregonero. Una
postura que, la verdad, comparto completamente.
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