En una democracia, toda persona puede hacer lo que tenga por conveniente, siempre y cuando no perjudique a los demás (el consabido los derechos de uno terminan donde empiezan los de los demás).
En un régimen autoritario, una minoría más o
menos amplia decide qué es lo que los demás pueden decir, hacer, pensar… y, por
lo que se ve, hasta comer. Porque el partido de la mano y el capullo, dicen,
quiere diseñar con los sindicatos una estrategia que defina los alimentos
que podremos comer.
Podría tirar por la vía fácil y decir anda y que me coman… lo que sea, pero no lo voy a hacer, y me limitaré a mandarles a esparragar, o a escardar cebollinos.
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