Las primeras quinientas páginas de esta novela cayeron en un suspiro, apenas dos o tres días. Por circunstancias que no vienen al caso, me vi en una situación en la que apenas podía hacer otra cosa para pasar el rato que leer. Las trescientas y pico restantes me llevaron cosa de diez días, porque estuve bastante más ocupado.
Al leer este libro tuve la sensación de
transitar por un terreno ya conocido, como si el autor de Maine estuviera
reelaborando viejas tramas dándoles un aspecto nuevo, pero no tanto como para
no apreciar un cierto aire de familia, podríamos decir.
Así, un mundo paradisíaco corrompido por
fuerzas oscuras y un héroe con un revólver al cinto trae recuerdos,
inevitablemente, de la saga de la Torre Oscura (hay, además, campos de
amapolas). Un adolescente de metro noventa y cien quilos de peso te hace pensar
en el propio King, más aún si te dice que acabará convirtiéndose en profesor de
literatura y, más tarde, en escritor.
Como peros, le pondría dos: en primer lugar, no hay final feliz (al fin y al cabo, es King); y, lo que es más importante, no se explica cómo descubrió Howard Bowditch el pasaje que lleva a Empis (pasaje que, puesto que tiene escaleras, tuvo que ser construido o, al menos, reformado por alguien).
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