Las llamadas democracias populares no se puede decir que sean demasiado democráticas. Tampoco resultan abrumadoramente populares, al menos entre quienes tienen la desgracia de vivir en ellas y que, mira que son malas personas, se escapan de las mismas a la primera ocasión que tienen, sin pensar en volver atrás, ya tengan enfrente una combinación de alambradas y muro de hormigón, todo ello protegido con ametralladoras o un mar infestado de tiburones.
Sí resultan populares entre los marxistas que
viven en las democracias liberales, probablemente porque representan el sueño
húmedo de su existencia, un sistema en el que el partido (es decir, su
partido) sea el que establezca qué se puede hacer (por ellos) y qué no se puede
hacer (por los demás).
Por suerte, en esta nación milenaria regida
hacia el precipicio por el desgobierno socialcomunista que tenemos la desgracia
de padecer todavía quedan quienes consideran que la proclamación del primer
punto del artículo primero de la Constitución Española, esa que dice que España
se constituye en un Estado de Derecho, no es simple papel mojado, sino que
tiene virtualidad.
Y cuando la tercera autoridad del Estado, la
presidente del Congreso de los Diputados, la inefable -porque no hay palabras
para describirla- Paquita Alcanfor, se convierte en una mamporrera de la
segunda, el psicópata de la Moncloa, e intenta prohibir las preguntas incómodas
a los miembros de la coalición Frankenstein, llegan los letrados del Congreso
-qué sabrán ellos de Derecho- han emitido una nota en la que ponen en duda la legitimidad de los miembros de la cámara baja para poner coto a la prensa… dado
que el derecho o a la libertad de información está recogido en el artículo 53
de la Constitución española y por tanto, ninguna regulación puede afectar a su
contenido esencial ni tampoco suponer una limitación del mismo que vulnere los
estándares fijados por el Tribunal Constitucional y el Tribunal Europeo de
Derechos Humanos.
Por no hablar de que, elecciones generales mediante, alguna vez tendrán que dejar de detentar el poder.
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