Los hermanos Sánchez Pérez-Castejón son gente honesta, que nunca medraría por algo ajeno a los méritos que pudieran tener, sinceros a machamartillo, generosos y comprensivos, y sobre todo, valientes más allá del arrojo más osado.
Si el psicópata de la Moncloa no pisa el
Congreso de los Diputados más que cuando no le dejan otro remedio, no es porque
le haga ascos a los mecanismos de control que la democracia ha establecido; muy
al contrario, es para no aplastar con la elegancia de su oratoria ciceroniana y
su cortesía versallesca a esos seres infectos que no alcanzan a comprender
cuánto se ha sacrificado por España y, sobre todo, por los españoles. Si no da
ruedas de prensa, y si cuando las da lo hace con preguntas tasadas y
preconocidas, no es porque busque sustraerse al examen de la opinión pública,
sino porque no quiere aburrirnos con datos que, aunque sean irrebatiblemente
ciertos, son tediosos y nos apartarían de tareas más reconfortantes. Si no pisa
la calle no es por miedo a los silbidos e improperios del populacho, que ignaro
no llega a entender lo mucho que trabaja por el bienestar de los españoles, las
españolas y hasta les españolos; es para, al modo de la lucecita que iluminaba
una apartada estancia en El Pardo, recluirse en su despacho de La Moncloa
-evitando el colchón que tan trabajosamente se aprestó a sustituir no bien
ocupó la residencia del presidente del Gobierno- a diseñar nuevas medidas que
cambien la faz de España.
Y si su hermano, el teledirector de orquesta
que no sabía dónde estaba su despacho ni en qué consistía su trabajo, planea su marcha a Japón, no es porque vea acercarse el banquillo en el que, Dios lo
quiera, habrá de sentarse como acusado, sino porque echa de menos a su familia
y no puede vivir sin ella. La familia, siempre la familia.
Aunque se dedique al negocio más antiguo del mundo.
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