Leí esta obra de teatro hace años, en una edición que me prestó un primo mío durante un verano en la montaña de Santander.
Pero cuando me enteré de que Jaime Campmany y su hija habían emprendido la tarea de una nueva traducción de la obra que hizo inmortal a Edmond Rostand, me propuse conseguirla. Me llevó una década larga hasta que, este pasado verano -quizá animado inconscientemente por el éxito con Don Camilo y los jóvenes de hoy- volví a buscarla… y la encontré.
Naturalmente, conocía (quiero decir, recordaba) los detalles básicos de la trama (¿quién no?), pero me faltaba volver a leer el libro para llenar los huecos (hasta que se me vuelvan a olvidar) entre el comienzo, archiconocido, y el final, triste. Imposible imaginar al gascón narigudo con otro aspecto que no sea el de Gerard Depardieu.
Por otra parte, hay un rasgo en el que me parezco al modo de actuar que desarrolla el personaje: no me gusta estar en primera línea, diciendo las cosas, sino que prefiero apuntar desde atrás, permaneciendo en un segundo plano.
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