Durante el último medio siglo, la táctica de la izquierda -léase: el partido de la mano y el capullo- para con la derecha ha sido, además de demonizarla y tildarla de franquista, incentivar las divisiones en su seno.
Ya en segundo de carrera conseguí una
matrícula en Derecho Constitucional con un escrito que se resumía -no es que la
idea fuera original, la llevaba tiempo leyendo en la prensa, y eso que entonces
no me interesaba tanto la política como ahora- en que la derecha jamás podría
ganar unas elecciones mientras no se presentara unida a las mismas.
A la viceversa, a la derecha le (nos)
interesa que la izquierda esté, cuanto más dividida, mejor. Ya fue bueno que
surgieran los neocom para robarle votos a los suciolistos por la
izquierda (y el partido pomelo por la derecha, aunque éstos también se
los quitaban a los populares por la izquierda de éstos), y luego neoneocom
y cocuquistas cuando al Chepas y a su señora se les vio demasiado
el plumero.
Por eso, que la elección de la candidata que
finalmente ha obtenido la presidencia del Tribunal Supremo y del Consejo
General del Poder Judicial -las dos presidencias van de la mano, aunque no
estoy seguro de cuál lleva a cuál: probablemente, la del órgano judicial a la
del gubernativo- haya provocado -y destapado- una guerra en la llamada izquierda
judicial es una buenísima noticia.
Si están ocupados en despellejarse entre ellos, quizá dejen a los demás juzgar y hacer ejecutar lo juzgado.
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