El problema de plantearse unos objetivos demasiado ambiciosos es que lo más probable es que no se alcancen. Más aún, es hasta posible que la realidad demuestre que esos objetivos eran ilusorios.
Este es el caso de los automóviles
eléctricos. Durante mucho tiempo se dijo que si la tecnología no avanzaba era
por las presiones de los países productores de petróleo, a los que no
interesaría el desarrollo de este sistema de propulsión por la repercusión
negativa que tendría en sus abultadas carteras.
Pero ahora parece que la tecnología ya es
viable. Sin embargo, las ventas no avanzan tanto como a los burócratas les
gustaría. En parte, porque los coches eléctricos, hasta donde se me alcanza,
son más caros. Además, su autonomía es todavía bastante inferior a la de los
de toda la vida, lo que unido a la insuficiente red de estaciones de
repostaje (llamarlas electrolineras me parece una chorrada, porque ¿qué
demonios es una linera?) hace que un vehículo eléctrico puro sólo tenga
sentido en un entorno urbano.
Así las cosas, que una empresa como Volvo -que, no lo olvidemos, está en estas cosas para ganar dinero- haya abandonado su objetivo de vender exclusivamente coches eléctricos sólo indica una cosa: que el asunto está todavía muy verde.
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