Todo ser humano es muy libre de tener las ideas políticas que le apetezca o considere convenientes. Pero cuando una persona viste una toga y actúa en un tribunal -sea juez, fiscal o abogado-, debe dejar aparcadas esas ideas políticas -esa ideología- y atenerse sólo a criterios jurídicos.
En la apertura del año judicial tuvimos sendos
ejemplos de lo que se debe y no se debe hacer. Puesto que ambos son lo que se
ha dado en llamar progresistas (hablando en plata, de izquierdas), no
cabe aquí achacar el comportamiento correcto o incorrecto (tomando la corrección
desde mi punto de vista, claro está) a la ideología de cada cual.
El fiscal particular del desgobierno
socialcomunista que tenemos la desgracia de padecer arremetió contra la figura de la acusación popular; los mal pensados dirán que porque tanto el hermano
como la pareja del psicópata de la Moncloa están sintiendo el aliento de la dama de los ojos vendados en la nuca.
La recién elegida presidente del Tribunal Supremo (y, por lo tanto, también del Consejo General del Poder Judicial), en cambio, reivindicó la importancia de salvaguardar la independencia judicial, lo que a algunos nos da la esperanza de la resurrección de Charles de Secondat.
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