Cuando los neocom ocuparon las plazas públicas de los ayuntamientos gobernados por el Partido Popular, proclamaron que venían a defender los intereses de la gente de la rapiña voraz de la casta.
Obviaron señalar que en muchos casos -como
suele suceder con los revolucionarios de salón- se trataba de niños bien,
de vástagos de familias acomodadas, muchos de ellos con estudios universitarios
(aunque, para lo que vale un título ahora, tampoco es para echar las campanas
al vuelo).
Naturalmente, en cuanto se subieron a la
poltrona, el coche oficial y el sueldo público, se olvidaron de lo dicho. Algunos,
incluso, dijeron -tras más de cien mil muertos, una parte no despreciable de
los cuales fueron responsabilidad directa suya- que lo de trabajar era muy
cansado, y que abandonaban la política.
Montó el susodicho un local de restauración,
con un volumen de clientela que corría parejo a la calidad culinaria de los
platos y en relación inversa al nivel de limpieza del establecimiento. Montó después
una campaña de micromecenazgo para trasladar el negocio a una localización
mejor, más céntrica… pero se pasó de frenada, porque lo que acaba de
hacer es estrenar en México la sede de su chiringuito televisivo: grandes espacios, equipos a la última y una vista increíble.
De todos modos, da lo mismo cómo la envuelvas: la mierda siempre es mierda.
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