Las relaciones entre el partido de la mano y el capullo y los secesionistas catalanes son como una partida de cartas entre dos tahúres.
Por un lado, el psicópata de la Moncloa es la
mejor opción que tienen los de la barretina de seguir medrando: no van a
encontrar a nadie tan dispuesto a acceder a sus exigencias con tal de seguir un
día más detentando el poder. El yerno de Sabiniano cuenta con esto para que no
le dejen caer.
Por otro, el bleferóptico con sobrepeso y Cocomocho
saben que no pueden prestarle eternamente su apoyo a cambio de nada -porque
hay cosas que, por mucho que le gustaría, Sanchinflas nunca va a poder concederles-
y que, si las promesas de Madrid se demuestran vacías van a quedar como
imbéciles ante su electorado más montaraz, que pensará (tómese el término en el
sentido más amplio posible, por favor) en votar a otras opciones más radicales
todavía.
Viene todo este preámbulo a cuenta del
rechazo, por séptima vez, de que las lenguas regionales españolas -y el
dialecto del occitano que se habla en Barcelona en particular, aunque otros lo
consideran como un derivado del valenciano- sean oficiales en la Unión Europea.
A pesar de soltar mentiras como que la propuesta española no tiene ningún
impacto negativo para ningún Estado miembro (que se lo digan a los franceses,
que un minuto después tendrían a corsos y bretones reclamando lo mismo, y ese
es solo el primer caso que se me ocurre), en Bruselas parecen considerar que
las sanciones a Rusia (ya tomadas) o el conseguir una posición unánime sobre la
guerra entre Israel y Hamás (algo que va para largo) son algo más importantes
que contentan a portabarretines, visteboinas y soplagaitas.
Y que me perdonen los asturianos.
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