Esta entrada, o más bien el tema de la misma, ha estado en mi cabeza los últimos catorce años, más o menos, desde poco antes de que muriera mi madre. Ahora que mi padre acaba de fallecer, es un buen momento para intentar poner por escrito lo que nunca llegué a verbalizar de una forma ordenada. Aunque, la verdad, probablemente no le haga justicia ni a mis padres ni a todo el tiempo que he tardado en escribirlo.
Cuando uno es pequeño -un niño-, da por hecho
que los padres van a estar siempre ahí, prestos a echarte una mano cuando haga falta.
Con el tiempo, uno empieza a pensar que están demasiado ahí. Vamos, que casi
desearía que le dejaran un poco más de espacio.
Andando el tiempo, uno se da cuenta de que
los padres, casi siempre, tienen razón. Al menos, porque llevan más tiempo en
este mundo que tú, y ya dice el viejo adagio castellano que más sabe el diablo
por viejo que por diablo.
En cualquier caso, uno andando el tiempo
vuelve a pensar que los padres estarán siempre ahí. Aunque la vida te enseña
que todo es finito y ha de terminar, el corazón se impone al cerebro y rechaza
subconsciente o inconscientemente las evidencias, y considera que los padres estarán
ahí para siempre. Aunque tengan una enfermedad incurable, o una edad avanzada,
la mente racional se niega a ver las evidencias y, como Abraham (aunque en otro
orden de cosas, claro está), espera contra toda esperanza que las cosas saldrán
bien.
Sólo que las cosas, claro está, no siempre
salen bien. Al final, la Parca acaba ganando la batalla. Por eso es importante
disfrutar de los padres todo lo posible y, aunque quizá no se lo digas directa
y expresamente, demostrarles que los quieres. Porque ¿qué hijo medianamente
normal no quiere a unos padres medianamnete normales?
Cuando empecé a pensar en esta entrada, o en
este tema, hace catorce años, nunca pensé que terminaría así. Pero, como dijo
aquel otro, el corazón tiene razones que la razón no entiende.
No hay comentarios:
Publicar un comentario