España,
en el último siglo, ha tenido dos grandes enemigos. Y esos enemigos no han sido
externos, sino internos. Más aún, a menudo han colaborado en sus designios,
contrarios siempre al bienestar y a la integridad de la patria común e
indivisible de todos los españoles.
El
primero de esos enemigos han sido los llamados nacionalismos periféricos, manera harto elogiosa de referirse a
movimientos surgidos en regiones que nunca han sido naciones ni nada que se le
parezca; singularmente, Cataluña y Vascongadas. Si ésta fue siempre parte del
reino de Castilla, o bien un apéndice del de Navarra, aquélla no fue más que
una amalgama de condados, pertenecientes primero al imperio carolingio (la
Marca Hispánica, manda narices el
nombrecito, pensarán ellos) y luego a la corona de Aragón (que no catalanoaragonesa, por mucho que se
empeñen los historietistas –huy, perdón, quería decir historiadores- de por
allí). Estos movimientos regionales han tenido dos ramas o variantes, la
política y la criminal o terrorista (recordemos lo de sacudir el árbol y
recoger las nueces).
El
segundo de estos enemigos ha sido la izquierda, así en general. No me refiero a
toda la gente de izquierda (conozco a bastantes que son buenas personas, e
incluso a algunos les considero amigos míos), sino a los partidos políticos de
este signo; tanto más, como de costumbre, cuanto más extrema sea.
Prueba
de todo ello –el odio a España de ambos, y la colaboración entre ellos- lo
demuestra el hecho de que el Ayuntamiento de Barcelona haya acusado a Policía y
Guardia Civil de dar un golpe de Estado
encubierto en relación con su actuación durante el golpe de Estado
perpetrado el primero de Octubre. Y esa resolución ha salido adelante gracias a la abstención de la alcaldesa, esa a la que me suelo referir con el apelativo
de bruja Piruja.
Hace
siglos, las brujas tenían un destino muy distinto al de la poltrona municipal…
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!
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