Cuando Charles de Secondat plasmó por escrito su teoría de la división de poderes, se suponía que los poderes, además de estar separados, serían independientes los unos de los otros. En la actualidad no siempre ocurre así.
Sí, más o menos, en Estados
Unidos: el Ejecutivo no depende para su elección (y mucho menos para su toma de
decisiones) del Legislativo, ni viceversa. Es más, muchas veces se llevan a
matar. En cuanto al poder judicial, en sus niveles inferiores es, creo,
electivo por la gente; y los jueces del Tribunal Supremo son propuestos por el
presidente y ratificados (o no) por las cámaras, lo que, unido a su carácter
vitalicio (salvo renuncia), los hace, en la práctica, absolutamente impermeables
a presiones externas.
En España, por el contrario, la
cosa ha devenido en una partitocracia de la peor especie: los partidos son los
que proponen los candidatos al legislativo en listas cerradas y bloqueadas -salvo
para el Senado, porque todas las asambleas legislativas regionales son (¡gracias
a Dios!) unicamerales-; es el Congreso el que elige al presidente del Gobierno,
pero al ser los partidos políticos organizaciones absolutamente piramidales,
son los ejecutivos -nacional o regionales- los que dirigen los legislativos
(salvo excepciones o versos sueltos); es el legislativo (es decir, los
partidos) el que elige los órganos de gobierno del judicial, los magistrados
del Constitucional, del Supremo y de los Superiores de Justicia, el Defensor
del Pueblo, los consejeros del Tribunal de Cuentas… lo que se dice TODO.
Así, a bote pronto -falso, esta
entrada lleva prevista desde hace al menos mes y medio, así que…-, se me
ocurren unas cuantas medidas para paliar este problema. Es posible -incluso
probable- que algunas ya hayan aparecido en este blog otras veces. Ahí van:
- Los miembros del Consejo General del Poder Judicial -si es que tal órgano se mantiene- deberían ser elegido por los jueces de entre los jueces. Nada de juristas de reconocido prestigio (alguno hay que yo me sé cuyo prestigio es perfectamente descriptivo), nada de segundo, tercer o cuarto turno…
- Los magistrados del Tribunal Constitucional deberían ser elegidos como los del Supremo estadounidense, con carácter vitalicio. Por una mayoría cualificadísima de las cámaras, si se quiere.
- Los consejeros del Tribunal de Cuentas deberían ser elegidos, si no en su totalidad sí en su mayor parte, de entre funcionarios del mismo. En la última renovación, de la que no hace ni dos meses, no ha habido ni un solo consejero que sea de los cuerpos propios del supremo órgano fiscalizador. Igualmente, para evitar una gerontocracia -aunque últimamente ya no lo sea-, debería establecerse una edad límite para ser elegidos (o renovados, llegado el caso): quizá la de jubilación obligatoria, quizá los setenta y cinco.
- Del Defensor del Pueblo no hablo, porque no se me ocurre nada. Pero el nombrar a alguien tan pringado políticamente como Ñoñilondo II sólo tiene el precedente de la actual fiscal general del desgobierno socialcomunista que tenemos la desgracia de padecer.
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