Cuando les interesa, tanto izquierdistas como secesionistas critican lo que llaman judicializar la política -es decir, hacer que un político comparezca ante los tribunales para responder de sus (presuntos) delitos- como su reverso, la politización de la Justicia.
La verdad, no tengo
demasiado claro si esto último es otra manera de llamar a lo anterior, o bien
el que la designación de los puestos superiores de la magistratura se encuentre
teñida de un inconfundible matiz ideológico.
Y esto es así no sólo porque
sean los políticos -bien el poder ejecutivo, bien el legislativo, bien ambos al
alimón- quienes los eligen, sino porque son los propios miembros de la carrera
judicial los que, en algunas tristes ocasiones, son incapaces de dejar a la
puerta del juzgado su ideología política, ideología que, en todo caso, tienen
todo el derecho del mundo a tener.
Hay así asociaciones progresistas
y conservadoras (de izquierdas y de derechas, para entendernos) de
jueces y de fiscales; pero también hay individuos que a la hora de emitir sus
resoluciones lo hacen con criterios no puramente legales, sino ideológicos y
hasta absolutamente interesados y egoístas.
Sería este el caso del juez
(progresista, faltaría más) que precipitó el rechazo a los recursos
presentados contra los indultos concedidos a los golpistas catalanes por el
desgobierno socialcomunista que tenemos la desgracia de padecer.
Se trataría de hacer un guiño al consejo de ninistros antes de jubilarse y postularse como aspirante al Tribunal Constitucional.
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