Una democracia sabe que está dejando de serlo cuando comienza a criticarse el pensamiento divergente, en general, y el que critica al poder, en particular.
La izquierda, por mucho que se
proclame democrática y defensora de las libertades, siempre ha tenido
pulsiones totalitarias. Nadie, salvo que sea un santo -y, en ese desdichado
mundo, pocos lo son- va a renunciar voluntariamente a lo suyo para compartirlo
con los demás, como predican los epígonos de Marx.
Hace algo más de un mes, los de
la mano y el capullo, los neocom y otros diez partidos -los epígonos del
orate con boina, los terroristas, los jotaporcatos, los ierreceos,
los neoneocom unidos a los ecologistas sandía, los Clicks
Unidos de Playmobil, los nostálgicos del reino suevo y los regionalistas de izquierdas con implantación africana… lo mejor de cada casa, vamos- dirigieron
un escrito a la Secretaría General del Consejo de los Diputados, pidiendo la toma de medidas para restablecer el buen funcionamiento de las ruedas de
prensa en la Cámara, sin poner en riesgo la libertad de información y el
buen clima que siempre han existido.
Esto, que ya de por sí es grave
-para estas fuerzas políticas, el problema está en los que preguntan, no en los
que se niegan a contestar: es decir, el problema está en la prensa libre, no
estabulada ni lamedora de tafanarios-, resulta que se produjo en mitad del
debate de la reforma de la Ley de Seguridad Ciudadana, criticada por los que
firmarían el escrito de marras porque limita los derechos fundamentales y
criminaliza la protesta.
Como dijo William Randolph Hearst (probablemente, de un modo bastante hipócrita, dado el personaje), periodismo es publicar lo que alguien no quiere que publiques; todo lo demás es publicidad.
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