La izquierda española -no sé si en otros países serán tan hipócritas- tiende a presentarse como defensora de la más estricta rectitud ética y moral. Laicas, por supuesto.
Según ellos, nunca cometerán latrocinio:
según unos, porque podrán meter la pata, pero nunca la mano; según otros,
porque son incapaces genéticamente de cometer acto alguno que contravenga el
Código penal (aunque sea el que han fabricado ellos mismos y, por lo tanto, sea
mucho más laxo que, por ejemplo, el redactado en tiempos de la oprobiosa dictadura).
Según ellos, el acceso al servicio público se producirá exclusivamente por el
principio de mérito, sin que en ningún caso quepa la simonía o el nepotismo
(que sus amigos y familiares resulten ser siempre los más cualificados es una
pura casualidad). Según ellos, ni por equivocación visitarán una casa de
lenocinio ni tendrán contacto próximo ni remoto con mujeres de moral nada
dudosa pero presuntamente laxa, y además se dedicarán denodadamente en acabar
con esa lacra.
Y luego saldrá un regidor municipal de la banda de la mano y el capullo que desmontará, en sies palabras seis, su tesis: En Noblejas, más putas que tejas.
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