Los paleocom, aunque defendían una ideología ruinosa y criminal, tenían, en general, una cierta dignidad personal. Algunos, incluso, tenían una cierta ética.
Los neocom no tienen ni eso. En general
son niños bien (como soy un facha y un carca, utilizo el masculino
genérico para incluir a ambos sexos, que no géneros) que, probablemente
aburridos de no tener nada que hacer -y buscando pillar cacho en lo
horizontal, sobre todo ellos-, se lanzaron a la política proclamando que venían
a cambiar las cosas.
Naturalmente, no cambiaron nada. De hecho,
los revolucionarios son así: iba a decir en los últimos cien años,
remontándome a las revoluciones del XIX; pero es que la Revolución Francesa
sólo sustituyó a los Borbones por los jacobinos primero, y por Napoleón
después, sin que nada cambiara; siglo y medio antes, la revolución en
Inglaterra colocó a Cromwell en el lugar de los Estuardo, pero los modos y
maneras fueron los mismos; y así podríamos remontarnos más y más, aunque creo
que se me entiende.
Bueno, rectifico, cambiaron en una cosa: se
les cayó la careta tan pronto que cada vez que hablan hacen el ridículo, salvo
para los más acérrimos tragarrodeznos y degluteaceñas de sus votantes. Por eso,
cuando el ninistro de Incultura garantizó, campanudo, que no romperían
con el psicópata de la Moncloa pese al contrato con Israel, uno tuvo que hacer esfuerzos
titánicos para no perder los dídimos por culpa de la risa.
Lo de sinvergüenza se le queda corto, junto o por separado.
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