Hace ahora un tercio de siglo, cuando nacieron en España las cadenas de televisión privada, nació también una variedad de programas que se dio en llamar telebasura. Consistían, básicamente, en que un grupo de personas con escasa educación -tanto en el sentido académico como en el de urbanidad- se dedicaban a despotricar, en una especie de competición de ver quién chillaba más, acerca de las vergüenzas y miserias de los llamados famosos.
En esto empezaron, como ya digo, las privadas,
especialmente Telecinco. Sin embargo las públicas, especialmente las
regionales, no tardaron en subirse al carro de la chabacanería y el mal gusto. De
hablar de los famosos pasó a hablarse de los hijos de los famosos; luego, de
las parejas de esos hijos; y, finalmente, de las personas con quienes las
parejas ponían los cuernos a los hijos de los famosos. Todo muy edificante,
como se ve.
Como todo fue degenerando -aunque a veces
parezca imposible-, la cosa se hundía más y más, con un rojo maricón (sic) al
frente del asunto. Consumido por su propio personaje, acabaron echándole, y
luego el programa estrella se estrelló por no sé qué derivadas judiciales: es
decir, que de infringir el código de las buenas costumbres habían pasado a
infringir el Código penal, que ya son palabras mayores.
Pero hete aquí que la televisión pública
estatal, más teledirigida que nunca por el desgobierno socialcomunista que
tenemos la desgracia de padecer, decidió contratar, con dinero público (que es
de todos, indocta egabrense, y no de nadie, como afirmaste tú tan
campanuda) a la tropa de hozadores en la basura. Si todavía hubiera cosechado
buenas audiencias, la millonada desembolsada habría tenido una remota
justificación, pero se estrenó con unas audiencias desastrosas.
Apenas mes y medio duró la cosa, y finalmente decidieron cancelar el programa cuando era la sexta opción de los telespectadores y había sido sobrepasada hasta por los documentales de La 2, que ya es decir.
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