A pesar de lo que les gusta proclamar a los secesionistas -que los territorios cuya representación se arrogan han sentido una identidad propia prácticamente desde Adán y Eva-, las pulsiones regionalistas tienen un siglo y medio escaso.
De hecho, hace tiempo leí una frase de un
intelectual catalán de principios del siglo XX -no recuerdo el nombre, pero sí
que era alguien conocido a nivel nacional y hasta diría que quizá
internacional- que decía que era fácil identificar al nacionalista del pueblo,
porque era, indefectiblemente, el más necio de la localidad.
Así las cosas, los secesionistas de la
barretina -lo mismo se podría decir de los de la boina, pero esta serie de
entradas va de los primeros- no habrían llegado demasiado lejos de no tener
ayuda. Y en esa ayuda ha estado inveteradamente la izquierda española y, muy
singularmente, el partido de la mano y el capullo, siempre presto a apoyar -y
apoyarse- en quienes pudieran ayudarles a conseguir su fin único, que es
aprehender y detentar el poder.
Esto ha sido así históricamente, y sigue siéndolo en la actualidad, bajo la égida del psicópata de la Moncloa, que cuando dice que Cataluña y España son dos países diferentes y extraordinarios no se sabe ya si es que le ha traicionado el subconsciente o que está preparando el terreno para un butifarrendum III, esta vez respaldado desde el desgobierno socialcomunista que tenemos la desgracia de padecer.
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