Considerados en abstracto, los extremos nunca son buenos, y menos en política. Por eso, con sus imperfecciones -que las tenía-, el bipartidismo que imperaba en España hasta hace una década era el menor de los males posibles.
Ahora bien, no viene mal que haya partidos
radicales a uno y otro lado del espectro político. Básicamente porque evitan
que los dos partidos con posibilidades reales de gobernar se centren demasiado
y acaben confundiéndose, y confundiendo de paso al electorado (por eso mismo es
difícil, creo yo, que prospere en España un partido bisagra al estilo de
los liberales alemanes, puesto que -en un país tan cainita como es España-
sería desgarrado y fagocitado por las dos hojas de la puerta).
Lo que ha ocurrido es que, en el lado
izquierdo, los de la mano y el capullo se han radicalizado tanto que han hecho
suyas las posturas de los de la hoz y el martillo (algo que no es la primera
vez que ocurre a lo largo de su historia más que centenaria).
Mientras, en el derecho, el partido del
charrán cae en el mismo error de siempre: pensar que tiene seguro a su
electorado y que, adoptando una postura progre, moderna y tal, lograrán
convencer a votantes de izquierda .
De hecho, el error es doble: hay gente que
jamás votará al PP aunque España se vaya al garete (el manido al menos no
gobierna la derecha con el que lo justifican); y hay votantes de derechas
que se pueden sentir desencantados y dejar de votarles.
Por eso crece Vox en las encuestas (además de
que la izquierda no aprende de sus errores, ni siquiera en cabeza ajena:
Mitterrand cebó al Frente Nacional, y hoy es la primera fuerza política de Francia).
Y por eso es bueno -a mi parecer, claro está- que el PP compita con Vox
en algunas medidas, como la propuesta de expulsar a inmigrantes regulares que delincan.
Luego llegarán al poder y no harán nada, pero de momento ilusionan, que no es poco.
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