Al ser el Fiscal General un cargo nombrado por el consejo de ministros, es previsible que muestre un cierto sesgo ideológico o, por decirlo de otra manera, que el partido gobernante elija para el puesto a alguien de su cuerda.
Sin embargo, una cosa es la previsibilidad,
otra la deseabilidad y otra muy distinta -y opuesta diametralmente a la
segunda- la habitualidad cuando quien gobierna es el partido de la mano y el
capullo. Porque para los de Ferraz siempre ha primado más la afinidad
partidaria que la cualificación profesional, y tan pronto eligen a alguien cuyo
mérito más destacado son sus habilidades en la lucha canaria como a otro que
sostuvo que, en las relaciones con el terrorismo, las togas de los fiscales
tenían que mancharse con el polvo del camino (de la sangre de las victimas no
dijo nada).
Ahora que este último sujeto ha
sido nombrado (lo de elegido es un eufemismo sarcástico) presidente del
Tribunal Prostitucional, nada ha cambiado. Tampoco cabía preverlo, dada la
catadura moral del personaje y sus modos nada democráticos.
Por ello, era tristemente
esperable que impusiera una especie de dictadura en la corte española de garantías, y que ordenara como si todavía estuviera a la cabeza del ministerio
público, donde rige el principio de jerarquía.
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