La cumbre de hace unas semanas en Barcelona, entre el psicópata de La Moncloa y el presidente de la República Francesa, demostró dos cosas que no me cansaré de repetir: una, que el problema del secesionismo no está, ni mucho menos y por más que lo repita el desgobierno socialcomunista que tenemos la desgracia de padecer, solucionado; y dos, que los secesionistas se odian entre ellos casi tanto como odian a España.
Lo primero quedó palmariamente
claro en tres momentos: cuando el presidente del consejo regional de gobierno
abandonó la cumbre para no escuchar el himno nacional español, cuando Le Monde
publicó un artículo de este mismo sujeto en el que fijaba las bases del butifarrendum
III, y cuando -ya se ve por qué desairó a Macron, tenía muchas cosas que
hacer- atacó al ejército y mandó al psicópata de La Moncloa el mensaje de que
el proceso no había acabado.
Lo segundo se vio en el hecho de
que la concentración en contra de la cumbre quedó desangelada por el frío y la
hora -se ve que el compromiso con la causa sólo llega hasta cierto punto-, a
pesar de los cuarenta autocares fletados por la sedicente y sediciosa asamblea
nacional catalana, y que el bleferóptico con sobrepeso tuvo que abandonar la
concentración por los insultos recibidos por parte de los separatistas.
El colmo de la ignominia llegó cuando Sin Vocales equiparó la manifestación constitucionalista en Madrid con las protestas separatistas contra la cumbre. En lo único en lo que coincidían ambas es en que ponían a supersona a caer de un burro.
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