Se suele decir (o quizá me lo he imaginado) que el marxismo es una especie de trasunto laico (o ateo) de las religiones monoteístas: éstas prometen el paraíso después de la muerte, mientras que aquél lo promete en la tierra.
Lo
bueno de las religiones es que es imposible verificar si lo que prometen es
real o no: dado que nadie ha vuelto de la muerte para contarte cómo es la otra
vida, no tienes más remedio que creértelo (o no).
En
cambio, el marxismo es una filfa, una falacia, un engañabobos, un timo. Dado que
prometen algo tangible, más de siglo y medio de intentos deberían haber
convencido hasta a los más escépticos de que sus postulados, llevados a la
práctica, conducen irremediablemente al fracaso. Y cuando toman alguna medida
concreta, teóricamente buena (o beneficiosa, siquiera a corto plazo), deviene
irrealizable.
Es
el caso del famoso ingreso mínimo vital, en realidad un nada disimulado
sistema de comprar votos por medio de subsidiar voluntades. La realidad es que
su tramitación es un infierno, que la administración está desbordada y que sólo
una mínima parte de los solicitantes ha visto algún euro de lo prometido.
Pero como el dinero público no es de nadie…
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