En la novela Shogun, de James Clavell, hay un diálogo entre Yoshi Toranaga y John Blackthorne en la que el japonés admite como única razón válida para rebelarse contra tu señor legítimo el acabar triunfando en la rebelión.
En este sentido, la
rebelión de los territorios americanos de la Corona Española (no colonias,
puesto que eran parte de España, y como tales enviaron representantes a las
Cortes de Cádiz) quedó justificada por el triunfo final. Que los que
promovieron tales levantamientos lo hicieran por motivos elevados y altruistas
o, por el contrario, como agentes al servicio del Reino Unido, deseoso a la par
de perjudicar a España y encontrar un mercado dócil, es otro asunto.
Pero el que triunfaran
no implica que a los descendientes de los españoles de entonces nos tenga que
sentar bien tal rebelión. Menos aún si los pretendidos libertadores,
amén de ser criollos (esto es, blancos como la nieve, para nada mestizos y
menos aún indígenas), resultaron ser unos asesinos de masas con ningún
escrúpulo para quienes hasta cinco minutos antes, como quien dice, eran
compañeros de armas.
Por eso, el que Su
Majestad el Rey de España don Felipe VI, a quien Dios guarde muchos años, no se
levantara al paso de la pretendida espada de Simón Bolívar -con la que ocurre lo
mismo que con las calaveras de Billy el niño o de Pancho Villa, que las
hay por todas partes-, máxime cuando la misma no es un símbolo oficial de Colombia,
país en el que se encontraba para la toma de posesión de su presidente. Presidente
que, siendo marxista, quizá debería repasar lo que el fundador de su ideología
pensaba de su ojomeneado: que era cobarde, tirano, resentido,
mezquino y mentiroso.
Naturalmente, a los marxistas de este lado del charco la reacción del Rey les sentó a cuerno quemado, y sus reacciones fueron de exigir una disculpa regia a echar de menos una guillotina: estos olvidan que la guillotina seccionaría cuellos de monarcas, pero que también acabó con la vida de más de un revolucionario…
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