Cuando Charles de Secondat estableció por escrito la teoría de la separación de poderes, condensó la esencia de la democracia. Porque cuando todos los resortes del Estado están en manos de una persona, o de un grupo, lo que se produce es una degeneración a la tiranía.
Por ello, mientras haya en un
país poderes que actúen con libertad, sometidos sólo al imperio de la Ley,
podrá hacerse frente al capricho del autócrata y de sus acólitos. Porque nadie,
por muy superior que se crea, o incluso que lo sea, puede controlarlo todo por
sí mismo, y necesitará de cómplices que le secunden.
Un ejemplo de lo que digo es la barragana del juez prevaricador. Pasó de ninistra de Injusticia (de su labor como notaria mayor del Reino mejor no hablamos, porque se la colaron doblada en Cuelgamuros) a fiscal general del desgobierno socialcomunista que tenemos la desgracia de padecer en menos que canta un gallo, y desde ese puesto fue empleando con los demás el mismo criterio que habían empleado con ella.
Es decir,
que colocó a quien quiso donde quiso, pasando olímpicamente de los principios
de mérito y capacidad, favor que su sucesor al frente del ministerio público le
pagó colocándola en un puesto que no merecía.
Pero, como digo, hay contrapesos, y elementos independientes dentro de esta autocracia hacia la que nos encaminamos.
Y, así, el Tribunal Supremo ha anulado -dos veces- el nombramiento
del fiscal de menores, propuesto por la suprascrita, lo que da esperanzas de
que los nombramientos de la susodicha como fiscal de sala de lo Militar y fiscal
de sala de Memoria Democrática y Derechos Humanos -cargo este último que,
añado, no debería existir en una democracia, o debería aplicarse a todos,
empezando por las izquierdas, que comenzaron antes a desbarrar-, también
impugnados, sean igualmente anulados.
Esperamos sentados…
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