En España, la libertad del expresión, tal y como la entiende la izquierda y sus cómplices (secesionistas, terroristas, y gente de semejante jaez) parece ir sólo en un sentido: toda para ellos, nada para los demás.
Cuando alguien dice algo que
molesta a algún prohombre, promujer o proloquesea, si éste es de izquierdas o
de alguno de los istas suprascritos, podrá acusar a ese alguien de
loqueseáfobo, según el grupo al que pertenezca el ofendidito, aunque lo
que dijo fuera un comentario ad personam, y no ad generum. Si yo
critico a la marquesa de Villa Tinaja, soy un machista; si critico a Pimpampun,
soy además un gordófobo; si pongo a parir a Anabel Alonso (por poner un
ejemplo), seré un NoChefobo; si me cisco en la madre de Cocomocho,
un catalanófobo; si pongo a caer de un burro a Echemingadominga, ¿un invalidófobo?
Y en todos los casos, siempre y sin remisión, un fascista… por más que el
fascismo sea una ideología de izquierdas y servidor sea de derechas.
Pero si en un cartel de las
fiestas de Bilbao aparece Santiago Abascal, líder de Vox, con un tiro en la nuca, ninguno de los ofendiditos del párrafo anterior moverá un dedo
para criticarlo.
Mientras yo, a quien le parece deleznable, perseguible y punible, seguiré siendo un fascista.
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