Hay cosas que cuando somos niños nos parecen trascendentales e importantísimas, pero que con el devenir del tiempo adquieren su justa proporción o, mejor dicho, el que uno adquiera perspectiva le permite apreciar esa justa proporción de las cosas. Voy a dar unos cuantos ejemplos personales.
Cuando era niño -en EGB- fui (fuera
falsas modestias), si no el mejor de la clase en cuanto a calificaciones, sí uno
de los dos o tres mejores (en realidad, estoy convencido de que durante dos o
tres años sí que fui el mejor, pero tampoco es cuestión de pasarse). Y eso, en
una clase de la que los profesores decían que nunca habían visto tanta
competitividad, tenía su mérito. Luego, supongo que me aburguesé o, como dijo
un amigo mío, me dediqué a vivir de las rentas. Seguía estando en el grupo de
cabeza, pero ya no encabezaba la clasificación general; es posible que ni
siquiera estuviera en el podio.
Entre los que sí sacaban mejores
notas que yo había uno al que no soportaba. No sólo era tan bueno (al menos)
intelectualmente como yo, sino que encima se le daba bien la gimnasia (a mí
nunca me gustó que me obligaran a hacer ejercicio, además de que el Señor no me
llamó por el camino de la excelencia física). No era pura envidia (aunque supongo
que algo de eso habría), porque otros compañeros sacaban también buenas notas
en todas las asignaturas y no me producían la misma antipatía. Él, supongo, me
vería como una especie de incordio, y se sentiría sin duda (y con fundamento)
por encima de mí.
Luego, le perdí de vista. Le fue
bien en la vida, profesional y personalmente, y nos encontramos al cabo de los
años en alguna reunión de antiguos compañeros. Y no es que vayamos a quedar para
salir de copas -entre otras cosas, porque soy abstemio-, pero nos tratamos con educación
y hasta con cierta cordialidad (sin exagerar, que tampoco hay que pasarse).
Ejemplo número dos. En Facebook
hay un grupo de antiguos alumnos de mi colegio (porque sólo asistí a uno, en el
que cursé los doce cursos: los ocho de la Educación General Básica, los tres del Bachillerato Unificado Polivalente y el del Curso de Orrientación Universitaria), de diversas promociones. Todos han puesto en perspectiva las vivencias (conmigo,
por ejemplo, se metían por bajito y empollón, aunque como he dicho nunca fui de empollar, simplemente absorbía la información), y recuerdan aquellos años como unos años provechosos, felices incluso.
Todos menos uno, que no hacía más
que quejarse de lo mal que lo pasó, lo insoportables que eran profesores y curas
(era un colegio religioso), lo fachas que eran en general los alumnos (era un
colegio enclavado en un barrio de militares)… ¡y eso que sólo estuvo en el colegio
dos o tres años!
Como le dije (por escrito) alguna
vez, si las cosas fueron tan malas como las pintaba, debería haberlas
denunciado, o al menos haber buscado ayuda psicológica. Y si no, debería
haberlas superado… o haber buscado ayuda psicológica. Pero no escuchaba (leía)
a nadie y seguía con su matraca, dale que te pego y pega que te dale.
Último ejemplo. Hace poco
coincidí con los hermanos de un amigo del colegio, a los que no había visto
desde hace unos treinta años. Uno de los hermanos, que siempre fue un poco raro
(quién fue a hablar: yo no era precisamente el chico más normal del curso, o quizá
sí y me gusta hacerme el raro), no había cambiado en lo más mínimo, o eso me
pareció (quizá es que maduró muy deprisa, y por eso sigue igual). Me contaba
cosas como si, por un lado, nos hubiéramos visto hace poco, y por otro yo
hubiera estado desconectado del mundo todo este tiempo: que si había muerto
este profesor o aquel compañero, que si tal condiscípulo era un chulo y un
creador de problemas…
Si empiezo a pensar en estas
batallitas del abuelo Cebolleta, es evidente que me voy haciendo viejo…
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