Allá por la segunda mitad del siglo XIX, un débil mental y su hermano montaron toda la superchería del identitarismo vasco, con hallazgos del nivel de considerar que Kepa era Pedro porque vería del arameo Cefas, que fue el nombre con que nuestro Señor Jesucristo bautizó a Simón hijo de Jonás.
Como un siglo después, dicen las
malas lenguas que en algunas sacristías de Vascongadas alumbró una nueva camada
de secesionistas, menos proclives al trapicheo o más a la acción violenta, que
con la excusa de la dictadura franquista comenzaron a matar y secuestrar a
diestro y siniestro (más a diestro que a siniestro, todo sea dicho, que entre alimañas
se muerden lo imprescindible). Cuando se les acabó esa excusa siguieron matando
y secuestrando a diestro y siniestro, aunque algunos aragoneses consiguieron
con el tiempo que no perpetraran sus crímenes en esa región de España en la que
se habla el dialecto del occitano que se empleaba en Barcelona.
Con el tiempo, en parte por la
acción de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, y en parte por las
cesiones de la izquierda española, siempre a la par cobarde y tendente a
aliarse con cualquier enemigo interno o externo de España, los asesinos dejaron
de matar y los criminales de secuestrar. Educadas en el odio, el sectarismo y
la mentira, las nuevas generaciones cada vez les votaban más -el éxodo de los
vascos españolistas sin duda ha contribuido al auge de los del hacha y la
serpiente-, y era sólo cuestión de tiempo que sobrepasaran a aquellos de los
cuales derivan y que se dedicaban a recoger las nueces que caían del árbol que
ellos sacudían.
Y ahora, crecidos, los del
partido de los terroristas no tienen rebozo en cerrar la puerta a que los
epígonos del orate puedan presidir el Congreso de los Diputados porque, dicen, no está sobre la mesa.
A saber qué sí está sobre la mesa…
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