Si una persona se siente hombre, mujer, de género (maldita palabreja) fluido, caballo o lechuga, allá él (o ella, o ello). Pero hay hechos que son incontestables.
Si sus cromosomas son XY,
probablemente tendrá próstata y, a efectos puramente biológicos, será un hombre.
Y da lo mismo si se considera lesbiana, porque si yace (en sentido amplio, ya
sabemos que no hace falta estar tumbado) con una mujer (un ser humano con
cromosomas XX) y la penetra, es bastante posible que la deje embarazada.
De igual modo, por muy caballo
que se considere, es bastante probable que no le dejen correr en el Derby
de Epson o en el Grand National; y, suponiendo que fuera admitido (o
admitida), es prácticamente seguro que llegaría en último lugar (suponiendo que
lograra acabar en la segunda de las dos pruebas).
Por la misma regla de tres, es
perfectamente libre de considerarse lechuga. Pero si metiera los pies en un
recipiente lleno de tierra con estiércol y extendiera los brazos, moriría de
hambre (o de asco), aunque recibiera riegos con regularidad, porque no sería
capaz de realizar la fotosíntesis.
A lo que voy: cuando, por una
simple declaración, un varón se declara mujer, no pierde de golpe y porrazo
todas sus características físicas. Tendrá más fuerza, más velocidad y más
resistencia que las mujeres biológicas, y por lo tanto contará con una
ventaja a la hora de practicar casi cualquier disciplina deportiva.
Y, a pesar de todo ello, hay que
considerar como un hecho extraordinario el que, señalando lo evidente, una deportista trans reconozca su ventaja biológica y pida que se prohíba su participación.
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