Vamos a aceptar, a efectos del debate, que nazismo y fascismo son expresiones de la extrema derecha. En realidad, y por mucho que se empeñen tanto izquierdistas como giliprogres, ambas filosofías políticas brotan del mismo tronco que lo hace el comunismo: del socialismo.
Es quizá por ocultar este origen
común que el pensamiento (seamos clementes y tomemos la palabrita en un
sentido amplio) de izquierdas ha conseguido que se criminalice las citadas
ideologías; y con razón, porque cometieron crímenes abominables y sus
dirigentes se encuentran entre los mayores genocidas de la Historia.
Pero, ni de lejos, encabezan la
lista. El comunismo, en sus diversas variantes, ha matado más gente, durante
más tiempo (suma y sigue, en realidad) y en más lugares que los fascismos. Pero
mientras que cualquier comportamiento liberticida es automáticamente tildado de
fascista (tomemos como ejemplo el de la banda terrorista vasca de
ultraizquierda, a la que se ha aplicado con frecuencia semejante calificativo…
irónicamente apropiado, como se desprende de lo que he dicho antes, pero no aplicado
con esa intención), y la exhibición de simbología nazi o fascista es objeto de
(justo) vituperio, no ocurre lo mismo con las dictaduras de izquierdas, pasadas
y presentes.
Así, uno puede mostrar la efigie
de asesinos de masas -voy a limitarme a los difuntos- como Lenin, Stalin, Ernesto
Guevara o Fidel Castro, y no pasa nada; o una formación política cuyo pasado no
les interesa que removamos puede proclamarse hijo de la revolución rusa y defensores de Fidel y no recibir, en general, más comentario que ya están
los comunistas con sus tonterías de siempre.
Pero si alguien se declara admirador de Hitler, Mussolini o Franco -por mentar al trío de la bencina del progretariado-, le caen las del pulpo…
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