A todos los que me dicen que Vox es un partido de extrema derecha les suelo responder que eso no es cierto; es un partido de derechas, claro está, sólo que sin complejos. A diferencia del otro gran partido de derechas en España, el Popular, que ya desde hace un cuarto de siglo se autocalificó como de centro reformista. Como si el ser de derechas fuera algo malo o vergonzante. Que no lo es, y desde luego, aunque lo fuera, mucho menos malo e infinitamente menos vergonzante que ser de izquierdas; especialmente, con el paisanaje zurdo, pasado y presente, que tenemos en España.
Por eso, cuando dos
dirigentes de Vox se fueron a París a apoyar a Marine Le Pen -esta, sí, de
extrema derecha; al menos, de un modo bastante más claro que los españoles... y no es que ser de extrema derecha, o los postulados de esta señora, sean malos en sí, es sólo que no los comparto- en
la noche electoral de la segunda vuelta de las presidenciales del Hexágono (vale, no es exacto, porque las elecciones eran en todo el país, y no sólo en la llamada Francia metropolitana), mi reacción fue la que da título a esta entrada.
Y eso que nunca les he votado, ni tengo intención de hacerlo, de momento; pero es darle munición a los enemigos.
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