Un verdadero estadista tiene altura de miras, piensa más en los gobernados que en sí mismo o en los de su camarilla y, llegado el caso, es capaz de apartarse voluntariamente del poder.
La antigüedad clásica
está llena de ejemplos, del que quizá el de Lucio Quincio Cincinato sea el más
arquetípico; otro sería el de Diocleciano. Sin irnos tan atrás, George Washington
también es un buen ejemplo.
Nada impide, por otra
parte, que un estadista devenga político del común: sería el caso de Margaret
Thatcher, que en la primera parte de su etapa al frente del gobierno británico
hizo lo que (ella pensaba que) había que hacer, mientras que en la segunda fue
más un agarrarse al poder (quizá me equivoque), aunque al menos tuvo la
gallardía de irse (cinco minutos) antes de que la echaran.
En la política catalana,
el último -y probablemente haya que remontarse muchísimo para encontrar otro- que
merece sin titubeos la calificación de estadista fue don José Tarradellas, gran
catalán y gran español. Tras él, todo ha sido barrer para casa, siendo la casa
mayor o menor.
Lo que ya es patético es el caso de los jotaporcatos, que en tiempos lo fueron todo en Cataluña (con Polluelo) y que ahora no son nada. Y en lugar de preocuparse por los catalanes, o incluso por el propio partido, se entretienen en llegar a acuerdos para repartirse el poder dentro de la formación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario