Cuando era pequeño, tenía un tío -vale, no sólo cuando era niño, también durante mi juventud y gran parte de mi vida adulta-, el hermano pequeño de mi padre, al que soportaba con dificultad (entre otras cosas, servidor era bastante más estúpido que ahora, en aquellos tiernos años). Era aficionado a hacer chistes y bromas, y yo lo le veía la gracia al asunto.
Era, por otra parte, una
gran persona, algo de lo que me fui dando cuenta con los años. Ni la enfermedad
-diabetes, fractura de la pierna, doble desprendimiento de retina que le dejó
prácticamente ciego- ni las contrariedades minaron nunca su alegría de vivir,
su iniciativa y sus ganas de hacer cosas. Nunca le dije directamente lo mucho
que le admiraba, pero sí que se lo he dicho a su hija, mi prima, también una
gran mujer y una gran persona.
Con el tiempo, en cierto
modo, he acabado siendo como él, al menos en lo referente a las chanzas. No es
que no me tome las cosas en serio, sino al contrario: suelo hacer bromas sobre
las cosas serias, probablemente como un mecanismo reflejo de desdramatización.
Quizá eso mismo fuera lo que moviera a mi tío.
Y, precisamente por eso,
me disgustan y desconfío de las personas que carecen de sentido del humor,
porque significa que se toman todo, empezando por sí mismos, demasiado en
serio. Y tampoco es para tanto, la verdad.
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