Nací en el otoño de 1.968. Empecé, por tanto -ese por tanto presupone que no repetí curso alguno en mi educación preuniversitaria, presunción acertada-, a estudiar la carrera en Octubre de 1.986, dieciocho años más tarde; y el segundo año en 1.987.
En ese segundo año, una
de las asignaturas era Derecho Constitucional (o Político II). El profesor que
impartía la asignatura era Alejandro Muñoz-Alonso. Recuerdo que en una de las
clases se planteó el tema de la finlandización de Europa Occidental: es
decir, la supeditación de las naciones que la integraban a las decisiones de la
Unión Soviética, sin que la tiranía comunista tuviera que disparar un solo tiro:
se haría su voluntad por pura y simple intimidación, como ocurría con la nación
escandinava que tenía una frontera más larga con la (entonces) Unión Soviética,
y que a lo largo de la primera mitad del siglo se las había tenido tiesas con
los de la hoz y el martillo. Y no me refiero sólo al frío.
Con el tiempo, Moscú
perdió poder de intimidación, algo que a ciertas personas no les ha gustado
nada. Entre ellos se encuentra quien sostiene las riendas del país más extenso
de la Tierra, que parece decidido a recuperar la influencia de que disfrutó su
país. Y por eso, cuando Suecia y Finlandia, que le ven las orejas al oso,
anunciaron sus intenciones, hace un mes, de solicitar el ingreso en la Otan, el
autócrata septuagenario redobló su amenaza nuclear.
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