De todos los males que han aquejado a España en el último siglo y medio, la izquierda ha sido, casi sin excepción, parte del problema, por lo que casi nunca ha sido, ni ha podido ser, parte de la solución.
Esto es así en el caso
de los llamados nacionalismos periféricos, esto es, de los regionalismos
separatistas: Vascongadas y Cataluña. A Cataluña le llevo dedicadas quinientas
entradas de este blog en los últimos años, así que en esta me referiré -no por
primera vez, casi con seguridad no por última- a las tres provincias vascas.
El separatismo vasco fue
creado por un orate misógino y acomplejado que, para más inri, al final de sus
días acabaría renegando de sus memeces. Pero la cizaña estaba ya sembrada, y
una vez arraigan las malas hierbas, es complicado deshacerse de ellas salvo con
un lanzallamas.
A lo que iba: en
relación con el problema vasco en general, y con el terrorismo de ETA en
particular, los de la mano y el capullo tienen tanta culpa como el que más:
desde comprender los asesinatos terroristas de ultraizquierda durante el
franquismo hasta ir con una pancarta en la que se leía Gora Euskadi Askatuta
durante la transición, desde negociar con los de la capucha tras comprometerse
a no hacerlo hasta votar en contra de que se investiguen los crímenes sin resolver de los del hacha y la serpiente.
Es la última de una larga serie de infamias. De momento.
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