En una guerra, los dos bandos cometen atrocidades. Pero los vencedores suelen tapar las suyas, al tiempo que resaltan las del rival. Así, en la Segunda Guerra Mundial, el Reino Unido bombardeó Alemania con la misma saña con la que el Tercer Reich asoló Gran Bretaña; y, sin embargo no creo que mucha gente conozca episodios como el del bombardeo de Dresde.
Pero en esto, como en
otras tantas cosas, España es diferente, y son los (herederos ideológicos de
los) perdedores de la guerra civil los que pretenden reescribir la historia,
magnificando las acciones de los vencedores y ocultando las suyas, al menos tan
sañudas como las de los otros.
Entre estas acciones se
encuentra el apresamiento, farsa de juicio y fusilamiento de José Antonio Primo
de Rivera. Como caído en la guerra civil, tenía todo el derecho -a diferencia
del Generalísimo, que no lo tenía- a reposar en la Basílica de la Santa Cruz
del Valle de los Caídos (que el desgobierno socialcomunista que tenemos la
desgracia de padecer lo renombre como le dé la gana, será siempre el Valle de
los Caídos), donde ha estado por más de medio siglo.
Ante la noticia del que
el psicópata de La Moncloa, tras ordenar la profanación de la tumba del
Caudillo, pretendía llevar los restos del fundador de la Falange a un osario anónimo en la misma basílica (teniendo en cuenta que, precisamente, dan siempre la matraca con lo de identificar los restos, la cosa resultaba un tanto incongruente), la familia del difunto se adelantó y pidió exhumar los restos y así evitar que el consejo de ninistros montara un nuevo show
de profanación.
Y mientras las amenazas se ciernen sobre el complejo a la sombra de la mayor cruz del mundo, el gobierno regional de Madrid, que en tantas otras cosas ha estado acertado, sigue mareando la perdiz y no declara el complejo como bien de interés cultural.
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