Casi todo lo que escribo en este blog lo digo completamente en serio (digo lo que pienso y pienso lo que digo). Otra cosa es que, deliberadamente, suela emplear la ironía, el sarcasmo o, directamente, la mala baba, para (intentar) provocar una sonrisa en los (hipotéticos) lectores.
Pero esta vez me voy a
poner serio. Porque voy a tomar como punto de partida lo que ocurrió hace un
par de meses, cuando el entonces presidente del Consejo General del Poder
Judicial, y del Tribunal Supremo, solicitó a Sánchez y a Feijóo -o, por metonimia,
al PSOE y al PP- la renovación urgente del órgano del gobierno de los jueces, al tiempo que lanzaba la amenaza de dimitir si, a corto plazo, no se llegaba a
un acuerdo.
La cuestión es que no se
llegó a un acuerdo y que Lesmes, finalmente, dimitió. Pero ¿por qué no llegan a
un acuerdo? Con independencia de lo que digan unos y otros, el hecho es que unos
(los de la mano y el capullo) quieren controlar el CGPJ y, de rebote, el Tribunal
Constitucional; y otros (los del charrán) no quieren dejar de hacerlo.
Otra cosa es que unos y
otros se pongan dignos, unos reclamando que se cumpla la letra de la Ley (los
de izquierdas) y otros (que pudiendo haber cambiado la letra en las dos
mayorías absolutas que han tenido) exigiendo cambiarla para volver al espíritu
del precepto constitucional (que es, además, lo que reclama Europa).
¿Quién tiene, pues, razón? Ambas posturas, como (casi) todo en Derecho, son defendibles. Personalmente creo que el Partido Popular no debería pactar con el PSOE (con este PSOE) nada que no fuera la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial para, desenterrando a Montesquieu, fueran los jueces quienes eligieran a la mayoría de los miembros del Consejo.
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