Uno de los grandes problemas que tiene España desde hace tiempo es la reforma de las pensiones. Tal y cómo está concebido el sistema, funciona como una especie de estafa piramidal, que sólo se mantenía en pie porque seguían entrando trabajadores al sistema, cuyas cotizaciones permitían abonar las pensiones de los jubilados.
Ahora bien, si aumenta el número de los pensionistas,
disminuye el de los trabajadores o se restringe la posibilidad de entrada de
nuevos aportantes, el mecanismo colapsa. Y, en una especie de tormenta perfecta,
los tres factores han confluido: el aumento de la esperanza de vida hace crecer
el número de pensionistas y el tiempo que las percibirán; la disminución de la
natalidad hace que cada vez haya menos trabajadores (al menos, nacionales); y
una década larga de crisis económica ha hecho crecer el paro.
Se impone, por tanto, una reforma radical,
profunda, del mecanismo. Como la misma sería impopular, no hay político con los
redaños suficientes para hincarle el diente. Y menos que ninguno el psicópata
de La Moncloa, cobarde y miserable como es, que prefiere pedir a la Unión Europea frenar las reformas que debería afrontar para evitar la quiebra.
El que venga detrás, que arree, debe pensar.
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