Desde hace medio milenio, la pérfida Albión -no la llamamos pérfida por nada- se ha dedicado a hacerle la puñeta a España: con piratas, con leyendas negras, usándonos como carne de cañón contra el corso… Por ese lado, nada que respetar: como dijo Blas de Lezo, un buen español debería orinar mirando siempre a Inglaterra.
Por otro lado, y
abstrayéndonos de esa enemistad secular, hay mucho que respetar en el Reino
Unido. Para empezar, esa observancia al maquiavélico principio -probablemente
no formulado así, pero es la forma en que me lo encontré, hace ya cuatro
décadas largas, en una historieta de El Corsario de Hierro- de con
razón o sin razón, mi país es lo primero (mejor le habría ido a España si
su clase política hubiera seguido esa misma directriz). Para seguir, el
mantenimiento de las instituciones y el colocarlas siempre por encima de la
lucha partidista: allí, hasta la oposición es de Su Majestad.
Y, hablando de la corona
británica, hace ahora dos meses fallecía Isabel II, la monarca más longeva del
Reino Unido -y, con bastante probabilidad, de la Historia-, y una de las que ha
tenido el reinado más largo. Hay que reconocer que, fiel a la máxima que antes
he reproducido, se comportó durante su reinado como una profesional como la
copa de un pino (algo parecido a la reina consorte Sofía de España, pero en un
grado mucho mayor).
Por eso, las mentiras que
soltó su hijo y heredero, Carlos III, al hablar del cariño de mamá, me
resultaron bastante forzadas: no se las creía ni él mismo.
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