Decía Winston Churchill que un fanático es alguien que no puede cambiar de opinión y no quiere cambiar de tema. Así considerados, los fanáticos resultan molestos e irritantes, pero si no hacen nada más bastaría con ignorarlos. Lo malo es cuando pretenden imponer su fanatismo a los demás, quieran o no los demás aceptar sus postulados.
No voy a hablar de los islamistas
-podría poner musulmanes, puesto que la inmensa mayoría de los que
adoran a Alá, si no me equivoco, consideran su religión la única verdadera (en
eso coinciden con judíos y cristianos… respecto de las suyas, claro), y
propugnan el hacer que la umma esté integrada por toda la humanidad (hiperbólica
figura que he empleado por emplear el término teológico de los de la media
luna)-, tan aficionados a derramar la sangre de todo el que no piense como
ellos (incluidos otros musulmanes).
No, me refiero a otros fanáticos
casi tan peligrosos, los ecologistas sandía. Pesados como son, cuando alcanzan
puestos de poder establecen normas que, por emanar de la posición que ocupan,
deben de ser obedecidas, por absurdas, ridículas o irrealizables que resulten.
Los que habitan en Bruselas se han
inventado un derecho que, como la sesera no les da para más, ya
existía de puro evidente: el de reparar las cosas viejas. Al tiempo, introducen
una nueva restricción, disparando los costes de fabricación para que el
adquirir cosas nuevas resulte prohibitivo.
Y mientras, ellos viviendo a
cuerpo de rey.
¡¡¡VIVA ESPAÑA!!!
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