Hay costumbres que con el correr de los tiempos se han ido suavizando. Hay otras, en cambio, que se mantienen tal y como están. Y hay otras que no deberían cambiar.
A título de ejemplo, cuando viajé
a Tierra Santa visité la iglesia del Santo Sepulcro en Jerusalén. Dentro del
templo, para acercarse a la zona de la roca de la crucifixión debían llevarse
las piernas cubiertas, fueras hombre o mujer. Servidor (y mi padre también)
llevaba unas bermudas, por lo que me echaron para atrás (a mi padre también)
hasta que una de las compañeras de viaje me dejó un pañuelo grande (a mi padre
también) que, anudado a la cintura, me permitió avanzar (a mi padre también). Claro
que, mientras, y aprovechando el despiste, otro visitante se había colado con
las pantorrillas al aire.
Viene esta digresión personal al
hilo de que un tal García Torres (que no tengo ni idea de quién es, ni ganas de
saberlo, pero que apesta a progre) anima a reclamar masivamente para que los perros puedan entrar en todos los espacios. Y eso es algo con lo que no estoy
de acuerdo. Hay perros perfectamente educados -mucho más que algunas personas,
y que bastantes niños actuales-, pero si abrimos la puerta se colarían todos. Y
hay sitios donde un perro (desde un templo religioso de la confesión que sea a
un tanatorio) no pinta nada, te pongas como te pongas.
Además de que, ¿por qué los
perros sí y los gatos, las iguanas, los canarios o los hurones no? Y no sigo,
porque la lista de posibles mascotas es interminable…
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